La tormenta perfecta

Autopsia julio 2021

Esta autopsia nace del encargo que me hace Anita Wonhan, -escritora, guionista, realizadora y directora de documentales de TVE y poetisa tardía, según propia definición-, para que le hiciera un relato del encarnizado combate que acababa de sostener con el coronavirus. Esta polifacética mujer y un grupo de investigadores sociales habían creado un sitio en Linkedin, “Olas de Aliento”, donde recogían podcasts de gente que, como yo, hubieran superado la Covid, convencidos de que nuestros testimonios podrían ayudar a otros a afrontar el aislamiento o a superar sus miedos.

La primera vez que conseguí situar a Wuhan en un mapa, fue el día que China dio a conocer al mundo la existencia de una nueva enfermedad. Un síndrome respiratorio (SARS), asociado con frecuencia a neumonías agudas severas que podían dejar importantes secuelas o causar la muerte a quien lo padecía.

La relevancia que los medios de comunicación le daban al recién descubierto virus despertó en mí un renovado interés por el tema. Sabía que los virus eran agentes infecciosos acelulares que solo podían vivir y multiplicarse dentro de las células de otros organismos (plantas, animales, bacterias, hongos u otros virus) y que había descritas más de 5.000 especies diferentes, aunque se pensaba que podía haber millones y descubrí que el SARS Cov2 (causante de la Covid19) pertenecía a una extensa familia de coronavirus ARN (ácido ribonucleico) que normalmente viven ocultos en la naturaleza (al parecer, en este caso en un murciélago) y pueden saltar al ser humano causándole enfermedades.

Asumí, si antes no desarrollaban una vacuna, que tarde o temprano contraería la Covid. Los médicos, y yo lo era, estábamos sobreexpuestos y mucho más al comienzo de la pandemia, cuando aún no contábamos con medios de protección suficientes. Además, me había presentado como voluntario para ir al recién inaugurado hospital de IFEMA – ofrecimiento finalmente desestimado ya que carecía de  la especialización demandada-. Lo que nunca pensé es que, sin factores de riesgo, con unos hábitos vida saludables y practicando regularmente deporte, aquella enfermedad podía llegar a impedirme realizar más autopsias.

A mí ese bicho me ataca el jueves día cinco de noviembre de 2020 por la tarde, mientras pasaba consulta. No da señales de querer acabar con mi vida hasta el domingo ocho, momento en el que me provoca síntomas similares a los que causa la gripe o un refriado muy fuerte. Un test de antígenos rápido, que solicita el médico de Urgencias del hospital donde yo también trabajo, permite identificar al responsable de mi quebranto pero unas radiografías de tórax “limpias” constar que, al menos hasta ese momento, mantengo aquel al virus a raya. Recibo el alta con la única indicación de confinarme en mi casa durante diez días o de volver por Urgencias si presento dificultad respiratoria. El curso leve de la enfermedad se mantiene hasta el viernes trece, momento en el que mi sistema inmunológico responde al invasor con extremada violencia -tormenta de citoquinas, lo llaman-. La desproporcionada reacción hace que me suba bruscamente la fiebre y que mis pulmones se encharquen de flemas–sentía que me ahogaba-. Al llegar a urgencias, presento tal disnea y unos índices de saturación de oxígeno tan bajos, que de inmediato me ingresan –¡vaya!, …el lunes tengo consulta y ahora van a  hospitalizarme-.

Advertida de mi ingreso en planta, no tarda en venir a verme la intensivista de guardia y supongo que tampoco tarda mucho en percatarse que más que una tormenta de citoquinas presentaba una galerna o “la tormenta perfecta” porque la decisión de trasladarme a la UCI para administrarme oxígeno a alto flujo fue inmediata. –¡Jo! …¿Cómo no he podido darme cuenta de la gravedad del cuadro que presento?-. Llamo a mi “esposa” por teléfono –porque lo de “mujer” es machista- y le digo “que me ingresan en la UCI, pero únicamente lo hacen para monitorizar con precisión mis constantes”– Viéndolo en perspectiva, solo la hipoxia severa que al parecer sufría, pudo justificar una explicación más burda.

No habían transcurrido ni 24 horas, cuando mi estado de salud empeora y me dicen que preciso ventilación mecánica –¿qué? !mucha mierda! (y no de la que hace referencia a la suerte). “No entiendo nada …¿es realmente necesario el soporte respiratorio en una simple neumonía?”. Receloso, exijo que alguien me explique esto, a lo que mi interlocutora, con profesional pragmatismo, responde “que la única rozón para no haber sido intubado mucho antes obedecía a que yo era médico de la casa” -. Durante unos segundos pesé « va a ser la primera vez que tu vida dependa de otro facultativo, de una máquina y un tubo» y eso me generaba miedo y más preguntas –“¿Funcionará bien el respirador? ¿Será de buena marca? ¿No se romperá la goma? ¿Los tubos endotraqueales son de goma? ¿Despertaré de este lance?…y si despierto ¿al cabo de cuánto tiempo? ¿Tendré secuelas? He leído en algún lado que una intubación larga siempre acarrea secuelas”-, preguntas que nunca esperaron respuesta y es que la contestación la sabía.

No pasó mucho tiempo desde que me dijeron que necesitaban ventilación mecánica hasta que finalmente me intuban, cosa que yo agradezco, porque es entonces cuando realmente reparas en que toda vida tiene fin y que el tuyo puede estar próximo. Una vez aceptas eso, sientes paz, a la paz le sobreviene el silencio y al silencio la oscuridad abisal –supongo que igual que la que sobreviene en la muerte-. Si tras este lance falleces nunca sabrás qué ha ocurrido y si sobrevives, careces de recuerdos para explicar lo sentido. Yo comienzo recobrar la conciencia y según parece a agitarme, conforme diluye la concentración de narcóticos que recibo de mi sangre –un procedimiento más bien lento buscando evitar que aparezca ansiedad o dificultad para comenzar a respirar de forma autónoma-, pero esas drogas son causa de delirios muy realista en percepciones y surrealista en conceptos. Recuerdo vagamente ir junto a Maradona en dirección a una luz “…porque lo de la luz es real…sería la luz de la UCI, que siempre ha de estar encendida, …pero la luz es real, yo la he visto”. Todo en esta etapa es confuso y eso te produce ansiedad y da miedo.

La oscuridad absoluta, el silencio y la nada en la que estaba sumido en la UCI evanecen en cuanto lo real se abre paso a lo abstracto y quieres saber dónde estás. Sientes que naces y nacer que desparezcan las fobias (la tanatofobia, principalmente en mi caso), el malestar y los miedos, pero el bienestar no es total y en el mejor de los casos, aún sin daño cerebral, has de aprender a respirar, a deglutir alimentos y a caminar nuevamente o a fortalecer los músculos que te permitan hacerlo. Yo recuerdo la dificultad que tenía para darme la vuelta en la cama, articular la palabra y el frío, mucho frío. Además, la soledad de la UCI es brutal –aunque tengas la suerte de poder jugar ese partido en casa, como en mi caso-. El calor humano escasea y las máquinas que suplantan al médico, monitorizándolo todo, cualquier cosa que se tuerza te delatan. El tiempo se hace lento, tan lento que te hace daño y en tu cabeza se agolpan tantos pensamientos que es imposible ordenar… Pero aún hay algo peor, algo en lo que no reparas hasta que llegas allí y es que en la UCI no hay baño -¿Qué necesidad hay de que lo tengan?-.

Superada la contienda comienza un periodo de paz. Una etapa existencial y reflexiva, donde además de la vida empiezas a valorar otras cosas, a veces simples y vanas como el acicalarte tú mismo, el pasear sin apoyos  o el coger una cuchara en la mano y comer. Yo valoro, de manera extraordinaria, haber sobrevivido a este virus -sobre todo después de saber que había estado al borde de la muerte o al menos durante veinticuatro horas-, pero de la misma que hago con la gente que me ayudó a conseguirlo, que me contagió su coraje, que se privó de dormir para velar mi sueño y que me colmó de cariño -haciéndote recordar, si es que alguna vez lo olvidé, lo noble que es nuestro oficio-, con mi familia -la que me impuso el nacer y la que adquirí en el camino– o con mis innumerables pacientes, extraordinarios compañeros e incondicionales amigos -que nunca me dejaron solo y que gracias sus plegarias y su aliento hicieron que yo sanara-.

Pero esta enfermedad no se acaba con el alta hospitalaria. El quicio de la puesta de tú casa marcará el punto de partida de una nueva etapa y es que rehabilitarse de la Covid no es fácil. Esta fase, sin embargo, no es tan dura gracias a que la gente que te ama puede hacértelo saber y es que el SARS Cov2, además de tratar de matarte puede aíslarte en una UCI impidiendo que te llegue ese sentimiento, un componente esencial en la síntesis de endorfinas, un opiáceo que acelera la curación tanto mental y como física.